WASHINGTON.- En los largos anales de la república norteamericana, la Casa Blanca ha tenido sus cuotas de perfidia y escándalo, de presidentes que engañaban a sus esposas y estafaban a los contribuyentes, que abusaban de su poder y de la confianza de la gente.
Pero desde que los padres fundadores salieron del Salón de la Independencia aquel fresco y claro día de hace 236 años, ningún presidente había sido relevado de su cargo por el voto popular y luego acusado de complotar para quedarse en el poder con una elaborada argucia de engaños e intimidaciones que conduciría a la violencia desatada en el recinto de Capitolio el 6 de enero de 2021.
Pero lo más pasmoso del procesamiento de este martes contra Donald Trump no es que sea la primera vez que un expresidente es acusado de un delito, o siquiera el segundo: Trump ya ostentaba ese récord. Porque por serios que sean los cargos por “pagos de silencio” y por el desmanejo de documentos clasificados, este tercer procesamiento en menos de cuatro meses es el que finalmente apunta al núcleo del problema, el que definirá el futuro de la democracia norteamericana.
En el núcleo del caso de Estados Unidos de América contra Donald J. Trump está nada menos que la viabilidad del sistema construido en aquel verano en Filadelfia. ¿Puede un presidente en ejercicio difundir mentiras sobre unas elecciones e intentar emplear el poder de su gobierno para anular la voluntad de los votantes sin consecuencias? La pregunta habría sido inimaginable hace solo unos años, pero el caso Trump plantea un espectro más familiar en países con historias de golpes de Estado, juntas y dictadores.
Los autores de la Constitución consideraban que la transferencia pacífica del poder era fundamental para la nueva forma de gobierno que estaban ideando. Se trataba de una innovación bastante radical en su época, en la que los reyes y emperadores solo abandonaban el poder por muerte natural o a punta de arma. En la recién nacida república, por el contrario, los fundadores establecieron límites al poder mediante mandatos presidenciales de cuatro años renovables únicamente por los votantes.
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