FLANDERS.– Pocos días atrás, con un grupo de amigas ávidas lectoras, esta redactora estaba discutiendo los libros sobre el mar que marcaron la vida –o al menos, el verano. Una compañera de tenis, la única del grupo de pre-seniors que mantiene cuerpo de atleta, dijo “Moby-Duck”. “¡Moby Dick!”, inmediatamente fue corregida, con placentero sentimiento de superioridad, por todas. Ella, que es gran periodista y hace reseñas literarias sesudas en The New York Times, estaba cometiendo un error muy básico al citar el clásico de Herman Melville.
En el país de las primeras cosas
“Moby-Duck”, insistió. Porque uno de sus libros favoritos no es el que trata sobre la búsqueda obsesiva de la gran ballena blanca, sino el que trata sobre la búsqueda obsesiva de un pequeño patito amarillo. De esos de plástico que ponen los chicos en la bañadera. En realidad, sobre la búsqueda de 28.800 de ellos.
En enero de 1992 una tormenta sorprendió a un carguero que cruzaba el Pacífico de Hong Kong a Washington. Doce contenedores cayeron al mar. Uno de ellos se abrió y liberó su contenido, que eran esos juguetes. Donovan Hohn, un profesor de literatura que enseñaba Moby Dick a adolescentes en Nueva York quedó fascinado por la historia. Consumido por la idea de encontrarlos, a puro estilo capitán Ahab abandonó todo para lanzarse tras ellos. El libro, subtitulado La verdadera historia de 28.800 patitos de goma y otros muñecos perdidos en el mar y de los oceanógrafos, ecologistas y demás lunáticos que salieron en su busca, cuenta su odisea.
El libro salió en inglés en 2011, en castellano en 2012 y clama por una nueva edición. Entre sus fans está Antonio Muñoz Molina, quien dijo que, al leerlo, recuperó la excitación de los grandes relatos de viajes de Verne y Stevenson “y los realmente vividos por tantos exploradores que te revelaban, aunque no hubieras salido de tu pueblo, la maravilla de la amplitud y variedad del mundo”.
Moby-Duck es un cuento de advertencia sobre el medio ambiente, una deconstrucción de la demanda del consumidor y una meditación sobre la naturaleza y la imaginación. Después de todo el pato de plástico será algo banal, pero está cargado de simbolismo cultural, “¿Qué misántropo, qué tipo amargado, al contemplar un patito de goma flotando, no siente un rayo de sol como pintado por un crayón infantil iluminando su corazón sombrío?”, se pregunta el autor. Pero tanto el nacimiento como el más allá del pato son obviamente tóxicos. Nace entre los desechos de las fábricas en China, y termina contaminando al mar y matando animales de verdad que ingieren sus partes.
La historia de los Moby Ducks es curiosamente relevante a la vida de esta redactora. Al costado de una estructura de un pato gigante por el que pasa cotidianamente hay un arroyo donde cada agosto se realiza una carrera de patitos de goma. El objetivo es juntar fondos para mantener al pato gigante, que es un ícono de la arquitectura de las rutas de EE.UU. Se consiguen miles de patitos y a cada uno se le asigna un número. Luego distintas familias apuestan a su patito preferido. Se vuelcan en el arroyo todos juntos y luego las corrientes (y las plegarias, energía, fuerza de la concentración) los empujan hasta que alguno pasa primero por la meta. Por alguna inexplicable razón es apasionante. Se trata, además, de una tradición.
En Chicago, por ejemplo, los bomberos introducen otra variable al ir creando corrientes artificiales con sus poderosas mangueras sobre el río. Después de cada evento, chicos de las escuelas cercanas se ocupan de juntar a todos los patitos, para que sean usados al año siguiente. Ni un patito queda abandonado. Después de que la amiga recomendara Moby-Duck, saber esto era fundamental para disfrutar de la carrera sin culpa. Encima, hay premio para quien apuesta al patito que sale último, un clásico en el entorno más cercano. El verano de pueblo en el noreste de EE.UU. no da sino considerables satisfacciones.