El olor tibio y edulcorado sobre la hornalla. Roberto revolvía la leche con chocolatada en el jarrito de loza todas las mañanas de lunes a viernes, ya pasadas las 7. Él estaba listo, el desayuno se mezclaba con el perfume de la gomina para contener el cabello castaño mientras esperaba que sus hijos se pusieran el uniforme del colegio. Después de esa parte, la otra: ataché (así le decía, no maletín) en mano, los nombres del niño y de la niña en letras rojas a los costados del cierre, caminaban los tres una cuadra hasta la cochera y dejaban atrás el dulce que se pegaba en la garganta para toparse con el gusto árido, áspero y gélido de ese lugar repleto de autos. El suyo, al fondo, sobre la izquierda, pegado a la casilla del cuidador.
El olor del barrio que entraba en aluviones por azar y por la ventana. El almacén a una cuadra, la parrilla en diagonal, la farmacia a pocos metros, la heladería del apellido con dos enes y la mejor crema del cielo del mundo. María Elena estaba allí, dentro, haciendo todo. El departamento, los hijos, las comidas, los padres. La pulsión por la limpieza. La caja de puré de papas instantáneo, el paquete de salchichas, la bolsa de bizcochos de grasa, la lata azul de Odex en polvo, el Blem en aerosol, los trapos usados, quién sabe cuántas cosas más para tener las cosas en su lugar. Ella, la permanente montada en el pelo corto, la ropa cómoda como manifiesto y ese aroma casero algo antipático que creaba y que compartía espacio con las canciones de la época. “Che, ¿qué hacés esta noche?, yo tengo una fiesta, te quiero invitar”. Ella y el ritmo.
El azúcar de a pequeñas cucharadas espolvoreada sobre el yogur del pote amarillo con letras azules. El olorcito que salía de ese azucarero blanco y de dos partes, una para eso, la otra para la yerba. “La Negra”, así le decían, se sentaba en el sillón de flores moradas a mirar televisión en blanco y negro y comía. Yogur y azúcar. Eso se desparramaba por todas partes. Crecía con el fuego para calentar la casa, para calentar el ladrillo que luego iba a envolver en papel de diario para llevarlo a la cama y dormir de ese modo, confortable, con una enagua beige que en el límite del escote llevaba, sin falta, un alfiler de gancho en el que amontonaba medallitas de plata.
El Carolina Herrara de la caja marrón con lunares entre los discos de Nirvana y las fotos. Cameron Diaz. Fabiana Cantilo. El olor a una adolescencia insoportable en la que la única opción era siempre estar en otro lugar. Las cascaritas de sangre en las rodillas por el fútbol, los cigarrillos para que nadie los vea, el póster de Snoopy pegado a la puerta y esa frase: “Es difícil ser humilde cuando se es un genio”. Guido entraba, pasaba a la habitación del fondo, se sentía entero. Los fines de semana por las noches era peor: a su temperamento se sumaba el sudor de las horas en el boliche de moda, El Solcito, y ese humo que tiraban los lugares como aquel mientras sonaba la música y la gente bailaba. Él no bailaba.
El olor justo después del ruido de las tijeras. Fresco, blanco, húmedo. En la quinta de Glew, que se llamaba La coqueta (un cartel en la entrada, abajo, a la derecha, sobre un tronco lo anunciaba), Iris cortaba flores los domingos. Ella era la coqueta. Los vestidos, las faldas, las camisas. Las telas que usaba. A veces un sombrero Panamá. Clac, clac, clac. Un jazmín, un jazmín, un jazmín. Caminaba y dejaba el perfume a su paso. Riquísimo. En el living, en la cocina desnivelada, en el caminito que comunicaba la casa con el quincho de ese sillón hamaca de tres cuerpos que hacía creer en ese movimiento, de ida y de vuelta, las piernas primero estiradas, después retraídas, que la vida iba a ser divertida.
El olfato como la pequeña historia de aquellos años.