La maníaca tendencia de ponerle Kirchner a todo

Los nombres que cierta dirigencia política pone a los sitios públicos son síntomas de algo más serio.

Desde el fallecimiento del expresidente Néstor Kirchner, sus partidarios en el gobierno y fuera de él han usado cuanta inauguración tuvieron a mano para bautizar lo que fuera con su nombre. Ya lo tiene una infinidad de calles, avenidas, rutas, plazas, terminales de ómnibus, paseos costeros, monumentos, centros de salud, polideportivos, escuelas, salones de usos múltiples, puentes, barrios, aeródromos, represas, un canódromo y hasta el más ignoto mojón perdido en nuestra vapuleada Argentina, asediada por un tipo de partidismo que se cree dueño de imponer bautismos políticos a su antojo. Se suma ahora un gasoducto.

El recurso se acerca cada día más a caricaturas que poblaron el primer gobierno de Juan Domingo Perón, cuando, al convertir en provincias los territorios de La Pampa y de Chaco, homenajearon al matrimonio que “gobernaba” entonces llamando a esos distritos Eva Perón y Presidente Perón, respectivamente.

La tendencia maníaca de perpetuar el nombre de Kirchner en cada nueva placa llegó incluso al frontispicio del centro cultural levantado en lo que fue la sede del viejo Palacio de Correos y Telecomunicaciones, en esta capital. Cualquiera sea la opinión que cada uno tenga del paso del dirigente santacruceño por el gobierno, no parece que el mundo vaya a recordarlo precisamente como un exponente ni como un mecenas de ningún campo de la cultura. Afortunadamente, el país sí ha dado excepcionales artistas e intelectuales cuya memoria merecería esa distinción, retaceada por una dirigencia política tan bajobarriera como irrespetuosa.

Además, se trata de un personaje nefasto de nuestra historia reciente cuya evocación divide mucho más de lo que une, sobre todo, porque nadie duda de que fue el autor de un esquema de corrupción nunca antes visto en nuestro país por el cual fueron condenados su esposa y varios de sus colaboradores inmediatos.

La muerte sobrevino antes de que fuera sometido a juicio, mientras su esposa resultó ya condenada.

Debería ser el Congreso Nacional el que, de manera indelegable, por acuerdo de los miembros de las distintas bancadas, decida la forma de definir los nombres para los bienes muebles e inmuebles del Estado, vías de circulación y otros espacios, de modo de terminar con prácticas antidemocráticas, como el culto a la personalidad, la acción pública guiada por la idolatría política o “la confusión permanente entre Estado, partido y líder”, como bien sostenía un proyecto presentado en el Parlamento durante el gobierno de Cambiemos y que, como era de esperar, nunca pudo ver la luz. Está visto que ese mecanismo absolutamente democrático resulta una brutal afrenta para quienes alardean de pluralismo, pero administran la cosa pública a su exclusivo capricho y conveniencia.

Urge recuperar ciertos conceptos básicos y elementales, entre ellos, que los bienes del Estado son propiedad de todos los ciudadanos y no de un partido político o facción política.

Como ya hemos dicho desde estas columnas, la ética pública, valor republicano fundamental, no debe ser olvidada ni menospreciada por ninguno de los funcionarios que ejercen una responsabilidad en las diversas jurisdicciones de gobierno.

A lo largo de nuestra historia política se han sucedido diversos decretos y resoluciones tendientes a acotar ese margen de discrecionalidad bautismal, exponente del más rancio autoritarismo. Sin embargo, esa nefasta costumbre ha encontrado siempre un resquicio para seguir imponiéndose violando lo reglado.

Sancionar una ley al respecto sería un gran paso e, incluso, debería contemplar penalidades para quienes la incumplan. De lo contrario, seguirán los abusos, las manipulaciones y las sobreactuaciones de quienes quieren seguir imponiendo por la fuerza sus pareceres a expensas de la racionalidad que debe primar a la hora de recordar y homenajear a quienes han hecho verdaderos aportes al país.

Será necesario también que, como sociedad, estemos atentos a que se cumplan las normas que protegen el pasado de todos frente al avasallamiento caprichoso y tiránico de un determinado sector.

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