La muestra El Dorado. Un territorio, que cerró el domingo en Proa, tuvo como tema el mito de la tierra legendaria, jamás encontrada, de ciudades de oro, de arroyos en los que el agua apenas si podía fluir porque estaba cargada de pepitas resplandecientes. Tras esa alucinación mítica avanzaron los conquistadores del siglo XV y XVI por América Latina, así la descubrieron. Por cierto, encontrarían oro, pero no montañas y urbes doradas. Esos hombres lucharon y murieron por ese sueño; al mismo tiempo que ignoraban o desdeñaban el “oro” de los frutos de la tierra: el maíz, el chocolate, el cobre, las batatas, las papas, el caucho, el petróleo y las drogas. Las dos clases de oro desencadenarían muertes y guerras, como lo sintetiza una bella y terrible imagen expuesta, Mazorca de balas, del guatemalteco Benvenuto Chavajay Ixtetelá, en la que los granos de maíz están representados por balas de cobre dorado.
Las salas de Proa albergaban lo que la imaginación y el oficio hicieron con el oro metálico, el vegetal y el mineral. Por un lado, estaban los objetos y las prendas de culto católico; por ejemplo, una talla policromada y dorada a la hoja de San Antonio de Padua (Perú, siglo XVIII); una caja coquera, de oro y plata fundida, repujada y cincelada, procedente del Alto Perú, guardaba las hojas verdes con las que se combatía la baja presión atmosférica; también había una capa pluvial y una dalmática, bordadas con tachas e hilos dorados, del porteño Convento Santo Domingo.
En cuanto a los otros “oros”, mucho hicieron los artistas contemporáneos: el colombiano Santiago Montoya realizó una pirámide de chocolate, con el vértice cubierto por una lámina de oro; y grabados de chocolate en mármol blanco; otro colombiano, Víctor Argote, presentó una batata de 2,50 m de largo en aluminio revestido en oro 24 quilates; del argentino Víctor Grippo se tomaron huevos de codorniz y recubiertos de oro, madera, espejo y yeso. Con el caucho, la mexicana Betsabé Romero creó tres ruedas de goma con grecas doradas: Guerreros en cautiverio. Una de las piezas más hermosas fue Eldorado II, de la brasileña Leda Catunda, especie de gigantesco encaje o calado de curvas que recordaban el art nouveau, en acrílico sobre tela, voile y plástico, del que colgaban enormes lenguas que aludían a la de la diosa Kali.
En los textos curatoriales, se recordaba la película Aguirre, la ira de Dios, de Werner Herzog, que narra la epopeya en plena Amazonia de un grupo de conquistadores en busca de El Dorado. Para los adictos al cine clásico de Hollywood era inevitable remontarse a El capitán de Castilla (1947), donde el apuesto y aventurero Tyron Power era el protagonista; y Hernán Cortés, interpretado por César Romero, neoyorquino de origen hispano-cubano (oro carnal), se enfrentaba a Moctezuma por el tesoro azteca.
El metal de la codicia relumbra en los templos y el arte; está en los fondos de las imágenes medievales y renacentistas de Jesús, la Virgen María y los santos, pero también en los vestidos de las diosas de Hollywood, como el que lleva Grace Kelly en Para atrapar al ladrón, de Hitchcock, mientras baila en los salones de la Costa Azul. Y ni que hablar de la haute couture. Dos botones de muestra: el vestido-joya de Saint-Laurent para otoño-invierno de 1966 estaba totalmente cubierto de lentejuelas doradas con cinturón y collar de piedras incrustadas. Por su parte, John Galliano creó para Dior (primavera 2004) una colección inspirada en el Antiguo Egipcio que exaltaba el oro de los faraones en telas y joyas.
Proa encendió el brillo de la fantasía; por ese camino, se llega tan lejos que el Riachuelo podría convertirse en el punto de partida para la vuelta al mundo en 24 quilates.