Una mesa de fórmica, carpetas rebosantes de cartas, un hombre delgado, de mirada profunda y celeste.
“Leé las cartas, abuelo, leelas”. De tan reiterado, el pedido ya era casi un ritual. Josep Maria, tipógrafo catalán, espíritu libre en el sentido que ese término tenía a principios del siglo XX, lo cumplía: tomaba una carta y leía en voz alta –sin importarle las lágrimas que le inundaban los ojos– palabras escritas por él mismo mucho tiempo atrás, durante una guerra que a la nieta le parecía inconcebiblemente lejana.
A unas cuantas décadas de aquellos encuentros, Natalia Fortuny, escritora y docente, publicó La guerra civil (Tren Instantáneo), libro de poemas donde refulgen tanto la voz de Josep Maria como los múltiples ejercicios de lectura que su nieta hizo sobre la material epistolar.
“Esas cartas son un objeto aurático”, dice Natalia y no le falta razón. En agosto de 1937, en plena Guerra Civil Española, su abuelo fue llamado a combatir al frente republicano. En junio de 1938 cayó prisionero del ejército franquista y recién a mediados de 1939 pudo regresar a su casa en Barcelona.
Durante todo ese tiempo –unos dos años–, día por medio Josep le escribía una carta a su mujer Lola. Lo hacía entre los bombardeos, el hambre y la más violenta de las incertidumbres.
Josep escribía en la trinchera, a la luz de una vela, a veces con lápiz y otras con pluma; pese a las dificultades, la mayor parte de esas cartas llegó a destino. Pasada la posguerra, en los años 50 el matrimonio decidió instalarse en la Argentina y toda aquella correspondencia quedó guardada en la casa de familiares catalanes.
Fue una tía de Natalia la que, años después, viajó a España y recuperó las cartas. Como un archivista, Josep las organizó y ordenó en carpetas: eran el documento de una parte de su vida. Luego vendrían las sesiones de lectura junto a sus nietas. Y, unos años atrás, con Josep ya ausente de este mundo, el trabajo de Natalia con todo ese material.
Coordinadora del Grupo FoCo de Estudios en Fotografía Contemporánea, Arte y Política, en un primer momento Fortuny pensó en hacer algo ligado a lo visual; utilizar la textura de esos documentos que habían atravesado tantos años, kilómetros y muertes, y armar algún tipo de intervención o muestra.
Pero lo que se terminó imponiendo fueron las palabras.
“Lo primero, al llegar a un lugar/ es hacer un refugio/ una garganta en la tierra/ nos protege de balas, aviones/ y sirve para dormir”. Son las palabras de Josep, tomadas de sus cartas por la nieta y trabajadas en el formato de un poema. Fortuny tradujo los textos que estaban en catalán, reemplazó alguna que otra expresión castiza por un registro más cercano a lo argentino, suavizó las marcas de las distancias temporales y geográficas. Decir que trabajó la voz de su abuelo como se trabaja la arcilla es excesivo, pero algo de eso hay en el procedimiento. Algo de captura fotográfica, también. De ejercicio de memoria, de ensayo con los ritmos, los tonos.
“Me interesaba que fuera poesía documental”, explica la autora. Dice, además, que si tuviera que definir a su abuelo diría que fue “un justo”. Un hombre de severa ética personal, hijo de la cultura letrada, sensible, devoto de la lectura y sus promesas civilizatorias.
“Nos recitaba Calderón de la Barca”, cuenta, y pienso en el pulso amoroso que transita La guerra civil : un hombre aislado, sostenido por el intercambio epistolar con su mujer; cartas que hablan de la guerra, pero también de los hijos, de los árboles, del cielo que asoma sobre los refugios. Un hombre que hace todo lo posible por tranquilizar a los suyos y a la vez les pide, como quien ruega por el agua que escasea en el desierto, que no abandonen el frágil puente de palabras que los une: “si me diera un deseo/lo suplico/papel para escribir/a vos, sellos postales/y una letra más pequeña”.